He disfrutado mucho leyendo el primer poemario de Juan Alcaide Rubio. Es la poesía de un hombre hecho al campo, a la luz, a los pájaros, a la gratitud. Se nota que ha nacido poeta (Nascuntur poetae, fiunt oratores), aunque haya publicado su primer libro pasadas sus cuarenta vueltas al sol. No desafina ni una sola vez y sigue la estela de los grandes, como el Cisne de Fontiveros y Gustavo Adolfo Bécquer. Precisamente el poema «La escala» tiene la misma estructura métrica que el célebre «Yo sé un himno gigante y extraño/ que anuncia en la noche del alba una aurora»: una alternancia de decasílabo con acento en la tercera y sexta sílaba y de dodecasílabo con acento en la quinta, octava y undécima sílaba; el resultado es un ritmo complejo, pero envolvente y refinado que los pocos poetas que lo conocen suelen evitar porque les suena demasiado a Bécquer; sólo un poeta con oficio e inspiración logra salir indemne de la prueba, como es el caso de Alcaide Rubio, que ha escrito un estupendo poema que no suena a Bécquer, sino a él.
Poemas como el Obsequio, Misterio, Buenos días, Madrugada, Leona de campiña, Noche extraña, Aprende a silbar… son suficientes árboles para decir que Juan Alcaide ha escrito un primer buen libro. Pero hay un poema magistral, «Verdón», que echa a volar todo el libro. Yo soy amigo de todos los poemas donde salen pájaros y me habría encantado escribir ese poema. Un pájaro es un chispazo de misterio y de belleza que cuando trina nos deja con unas ganas tremendas de traducirlo, pero luego se nos va volando y por eso nos cuesta tanto decir algo que no sea sólo el nombre del pájaro y su color y el momento sagrado que nos ha regalado; pero Juan Alcaide ha dicho todo lo que tenía que decirse de ese verdón. Para eso está la poesía, para que una criatura pequeña tan grande como el verdón siga cantando para siempre en un poema.
EL VERDÓN ç
Todos hablan resueltos.
Un poco por encima de la charla,
leves astros de oro parpadean.
Has llegado, verdón, como lo hacías
cuando este patio limpio
aún era un viejo huerto en el albero
y el limón aromaba las terrazas.
He intentado seguir tu vuelo verde,
descifrar el metálico silbido
y distinguir si fisgas o cortejas,
pero es lento mi oído y te me escapas…
Dejo anotado al menos
que has pintado en el aire con tus dedos
esmeraldas –fugaz lienzo del tiempo-
y has vertido en migajas cuatro notas
llevándote en tus hombros amarillos
la luz de media tarde.
Al regresar al patio, siguen todos
hablando
como si no existieras.