Es una sensación inquietante no ver las bocas de mis alumnos. Ahora son solo ojos mirándome. Si hago un chiste o una gracieta, solo por el brillo de los ojos puedo ver si se han reído o no. Me he dado cuenta de que como no puedo transmitir gestos con la cara, acabo gesticulando más y moviendo más los brazos.
Cuando un alumno se quita la mascarilla un momento para beber agua y le puedo ver la cara, es para mí todo un acontecimiento: de repente ese rostro me descubre un misterio como el de su alma. Lo increíble es que casi siempre las bocas me sorprenden. No eran la que yo me esperaba para aquellos ojos.
El primer día de clase, cuando me presenté, me quité la mascarilla cinco segundos para que todos pudieran ver la cara del nuevo profesor que les había caído en suerte ese año. Y solo cuando me desenmascaré recordé que esa mañana no me había afeitado. “Total”, pensé antes de ir a clase, “si no me van a ver la cara”. Gran error. Un calvo sin afeitar es la primera impresión que les he dado, y nunca se tiene una segunda oportunidad de dar una buena primera impresión.
Y cuando voy a repartir una fotocopia, me desinfecto las manos y paso con el lote de hojas para que cada uno coja la suya, como si estuviera repartiendo pastelitos.
Solo una cosa buena tiene la mascarilla: me obliga a hablar más despacio, a vocalizar myy bien, a pensar mejor las frases que voy a decir.
Hoy empezaré la clase con esta máxima:
Ad astra, per ardua.