sábado, 14 de junio de 2008

¿Qué es lo mío?

Es una pregunta que me he hecho siempre. Todos tenemos claro qué cosas son nuestras y cuáles no, pero luego resulta difícil definir por qué eso es mío. ¿Porque lo uso? ¿Porque lo he adquirido con mi esfuerzo? ¿Porque nací con ello? ¿Porque me lo han dado? ¿Es mío lo que tengo sin haber hecho nada por lograrlo? ¿Es mío lo que todo el mundo considera mío aunque no me lo merezca?
Un amigo mío define lo mío como aquello que puedo destruir. ¿Incluye eso el derecho a decidir también el valor de lo que pretendo destruir? ¿Puede ser mío un pájaro sólo porque lo he comprado? ¿Tengo derecho a enjaularlo? ¿Puedo castrar al gato sólo porque es mío? ¿Deben ser las cosas como son o deben ser lo que sus propietarios decidan? ¿Puedo vender mis derechos?
Siempre la misma discusión: o el hombre es la medida de todas las cosas o las cosas, al menos algunas, tienen un valor independientemente del hombre.
Por ejemplo, el cuerpo. No se me ocurre nada más mío. Y sin embargo, ni me lo he procurado ni lo he elegido. Se acepta que cada cual con su cuerpo puede hacer lo que se le antoje y por eso la ley no prohíbe la cirugía estética. Sin embargo, está prohibido comerciar voluntariamente con nuestros órganos y nuestra sangre, porque eso supondría tratarnos como reses, atentar contra la dignidad humana.
Cuando era niño y hacía castillos en la arena, a veces los destruía para que no los destruyeran otros o las olas y así demostraba que aquel castillo era mío y a la vez me daba el gustazo de destruir, porque todos llevamos un monstruito dentro. Sin embargo, las hormigas no eran mías y de pequeño me entretenía a veces en destruir sus hormigueros, cosa de la que me arrepiento mucho ahora.
¿Es mío mi bocadillo cuando soy el único que tiene comida en la Balsa de la Medusa? ¿Cuántas maldades se me pueden permitir contra los malos que me quieren arrebatar la propiedad?

Al final acabo concluyendo siempre lo mismo: si no tuviéramos propiedades, no podríamos ser generosos con ellas. Por tanto, es necesario y bueno tenerlas y que la ley las proteja, pero más necesaria es aún la ética personal, que nos debe llevar a tratar las cosas con respeto, no sólo porque tienen un valor natural o ecológico, sino sobre todo porque tienen un valor humano: o bien las han creado los hombres o bien pueden beneficiarse de ellas otros hombres.

viernes, 13 de junio de 2008

Yukio Mishima y san Sebastián

Durante un tiempo me dio por leer a Yukio Mishima. Es un autor que hay que leer, al menos según mi experiencia, antes de los cuarenta años. Me suelen gustar los novelistas de buenas obras y vida más bien aburrida, pero Mishima tiene buenas obras y una vida de lo más interesante. Formó un cuerpo militar que pretendía recuperar el espíritu del samurái. Estaba obsesionado con el honor, la potencia física y la muerte. Luchó contra la debilidad de su cuerpo haciendo culturismo y se hizo fotografiar como un san Sebastián desnudo, musculoso y herido.

Yo he sentido muchas veces también esa llamada a contrarrestar mi endeblez con el ejercicio. Pero me temo que entonces acabaría en el narcisismo. Debe ser muy difícil tener un cuerpo diez después de mucho dolor y no regodearse contemplándolo en el espejo y mostrándolo en las playas.

¡Ay el cuerpo, el cuerpo!

jueves, 12 de junio de 2008

Literatura con etiquetas

Literatura femenina. Literatura cristiana. Literatura gay. Literatura comprometida. No me interesan las literaturas con etiquetita, porque en ellas suele ser más importante la etiqueta que la literatura y la gente suele leerla no por el gusto de leer, sino para confirmar su mundo y su ideología.

La literatura es la libertad. Los que escriben con la etiqueta en la frente son malos escritores. Y los que leen con las gafitas ideológicas, peores lectores.

martes, 10 de junio de 2008

Cuando nos inventábamos idiomas

Cuando éramos niños, mi hermano Alfonso y yo nos entreteníamos en inventarnos idiomas, que consistían tan sólo en dar a cada letra un sonido diferente para que el español sonara a otra cosa. Recuerdo un idioma de mi hermano donde casi todas las palabras acababan en "eus" y a mí aquello me parecía muy eufónico. Un día ya no se nos agotó la inventiva y recurrimos a nuestro hermano David, que tendría unos cinco años. Mientras lo pelaba mi madre, le preguntábamos:

-¿Cómo se dice en tu idioma la "C"?

Y él, que no tenía muy claro que debía sustituir un fonema con otro, respondía algo así como: "Turriconcún".

Y Alfonso y yo hartándonos de reír.

-¿Y cómo se dice la "a"?

Y él: Lisoporrupla.

Total, que al final, para decir algo tan sencillo como casa, se tardaba una eternidad:

Turriconcunlisoporruplachindasvintolisoporrupla.

Sueño infantil

Recuerdo incluso el día en que lo tuve. Tendría yo no más de cuatro años. Soñé que yo era un jinete y montaba a caballo y desde una colina contemplaba con aire misterioso mi pueblo, que aparecía transfigurado por esa luz azul misteriosa de los sueños y un poco gris a la luz del alba. Yo me sentía un hombre, regio y solemne, portador de un terrible secreto, aunque el que montaba a caballo era un niño. Guardo ese sueño con una nitidez impresionante, que siempre me deja el regusto de que aquello fue una revelación, una visión, una visita, y no un simple sueño.

Anduve todo el día sumergido en la sensación de ese sueño y, a veces, cuando estoy escribiendo, resurge en mí ese jinete y entonces me salen las mejores páginas.