He terminado de leer estas memorias del poeta Pedro Sevilla, bendecidas de sinceridad, emoción y transparencia por lo que cuenta y el modo de contarlo. He tocado con su lectura un poco la gracia y el amor que sostiene el mundo, porque no hay ni un solo momento en todo el libro, ni siquiera cuando se cuenta lo peor que le puede pasar a alguien, en que no haya una mirada amable sobre todas las cosas y todas las personas: la simpatía de las vecinas, del cura, la ternura incondicional de Josefa, los poetas, etc...
Siempre he pensado que la poesía es la manera más elegante de desnudarse, como en estas memorias ha hecho Pedro Sevilla, que da la sensación de abrirnos la puerta de su corazón desde luego no para exhibirse sino con la libertad de los niños, bajo la luz directa de unas vidrieras catedralicias, como san Agustín en sus Confesiones.
Y lo hace sin caer en el tópico ni en el rebuscamiento. Su don es sorprender desde la naturalidad.
La poesía, como Dios y el amor, nos salva del olvido y de la muerte. Y ese alto cometido ilumina este libro desde la primera palabra hasta su final.
Siempre me ha sobrecogido la indiferencia del mundo ante la muerte de lo más importante del mundo: una persona. Con razón mi padre, cuando lloraba de niño en el funeral de su madre, no entendía que a unos metros de él un hombre se estuviera riendo con no sé qué cosas.
Qué bien lo expresa Pedro Sevilla en estas líneas, con las que recomiendo encarecidamente su lectura
"El sol, la luna, las estrellas, el río, no saben que mi madre ha muerto y siguen con sus brillos y sus matemáticas, con sus aguas abajo. Solo cuando los miro o los evoco, se ponen tristes."
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