Tres, que yo recuerde, son los besos que me han dado en la calva.
El primero me lo dio un sobrinillo de tres años. Me agaché para ponerle bien los zapatos, que los tenía al revés, y él me estampó en la calva un espontáneo, sonoro y transparente beso para siempre.
El segundo fue en un restaurante. Unas chicas vestidas de egipcias celebraban a nuestro lado una despedida de soltera. Una de ellas me pidió permiso para que la novia me diera un beso en la calva, que era por lo visto una prueba que debía superar. Y en cuanto asentí, lo celebraron todas a gritos, despejaron la zona, pusieron una silla en el centro, me sentaron allí con mi calva reluciente, pintaron de carmín los labios de la novia y ella avanzó sacerdotal hacia mí e imprimió su beso, lo cual fue grabado por todos los teléfonos del mundo.
Pero el tercer beso ha marcado en mi vida un antes y un después.
A primeros de septiembre del año pasado dije en una improvisada tertulia que, por culpa de las infinitas contrariedades de una mudanza, tenía yo una ira interna con la que no sabía qué hacer (el purgatorio debe de ser como una mudanza interminable y con mil flecos). Todos se solidarizaron conmigo hasta que yo dije lo siguiente: “No os preocupéis por mí. Ahora entraré en una iglesia y allí se me pasará todo”.
Entonces casi todos se echaron a reír y me dijeron: “¿No será mejor ir al gimnasio?” “Dale mejor puñetazos a un saco de arena”. “Vete bajo un puente y grita”, “Toma valeriana”…
Sus consejos me sonaron igual que si a alguien que se queja de estar solo le decimos que vea la tele o se ponga música en vez de decirle: “Ven, vamos a dar un paseo”.
Yo no necesitaba combatir mi ira con métodos y sustancias, sino que algo superior a mí me arrancara de ella.
Así que fui a la iglesia del Santo Ángel, donde está el Cristo de los Desamparados, de Martínez Montañés. Le tengo un gran cariño a este escultor porque el instituto donde trabajo tiene el honor de llevar su nombre y porque sus cristos transmiten con una naturalidad sublime una armonía de contrarios: lo más palpable de este mundo (el dolor de un hombre) y lo más excelso del otro (la majestad de un Dios).
Ante él me arrodillé, cerré los ojos, lo llamé, no sé por qué, Su Majestad, Autor del cosmos, y por vez primera comprendí cómo todo yo era hechura de sus manos. “¡La de explosiones de estrellas que has tenido que liar hasta que te he salido yo!”, recuerdo que le dije. Y, entonces, (me emociono aún de recordarlo), cuando la gratitud, de tan grande, me iba a romper las costillas, vi, en la pantalla de mis párpados cerrados, que venía él desde la cruz hacia mí, me ponía las manos en los hombros y me daba en la calva un beso que me envolvió y aún me envuelve en su calor.
Fue un beso sacramental que abrió los cielos y me rescató del peso de las fuerzas de este mundo a través de algo que este mundo no puede producir: la gracia.
No me hizo falta gritar ni golpear un saco ni apuntarme a un gimnasio. Todo fue más barato, fácil y luminoso.
Solo tres personas me han dado un beso en la calva: mi sobrino Ernestillo, una soltera en una despedida de solteras, y el mismísimo Cristo de los Desamparados de Martínez Montañés el día de la Natividad de María, ocho de septiembre de 2019, a las nueve menos cuarto de la noche, en Sevilla.
3 comentarios:
Don Epifanio:
muy valiente es usted contando esas intimidades religiosas.
Si ha habido un tercer beso, seguro que habrá un cuarto.
¿Quién se lo dará?
¿Un futuro nieto?
25 neutonios felices.
Confieso que hubo entre el segundo y el tercero un beso. Me llevé a mis alumnos a ver en el teatro Álvarez Quintero de Sevilla la COmedia de la olla, de Plauto. Y entonces el director, que era calvo también y que tuvo que sustituir al protagonista, iba dando vueltas por todo el teatro durante la obra, que interactuaba con el público, y entonces vio mi calva y estampó un beso para regocijo de todo el teatro y de mis alumnos, que aún se acuerdan. Ex corde, Jesús
Oh, Cotta.
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