viernes, 9 de octubre de 2015

Las creencias del no creyente

Daniel Lebrato refuta muchas de mis afirmaciones en su última entrada (pinchad aquí). Y yo voy a "rerrefutar" sus refutaciones. Y como creo que cuando habla del "creyente" piensa en mí y no en todos los creyentes, yo voy a pensar también en él cuando hable del "no creyente". Pero, en realidad, creo que el debate no es entre el creyente subjetivo y el no creyente neutral, sino entre las creencias del hombre religioso y las creencias del hombre no religioso.

Dado que defiendo la libertad para llevar el velo, él interpreta que el creyente está abriendo incondicionalmente las puertas al Islam  con tal de que a los cristianos nos permitan nuestra cuota. Pero no es esa mi postura. Mi postura es que la mejor y única manera de defender la cultura occidental es blindar los derechos humanos de modo dogmático y sin fisuras, de modo que, a efectos prácticos, no puedan vivir aquí personas con rasgos culturales incompatibles con ellos. La fundamental diferencia entre el no creyente y yo es que él ve el peligro en la religión y yo lo veo en los atentados contra los Derechos humanos.

Dice el no creyente que el creyente no es neutral. Él entiende por neutralidad, supongo, un ámbito donde la religión no esté presente. ¡Pues vaya neutralidad tan antirreligiosa! ¿Desde cuándo es neutral una sociedad donde cualquiera puede manifestar públicamente sus gustos sexuales, artísticos o deportivos, pero no los religiosos? ¿Es neutral, por ejemplo, defender el aborto gratuito, pero castigar a quien deja nacer a su hijo deficiente? No me gusta esa señora, doña Neutralidad, que me quiere calladito y con la cruz bien escondida. Prefiero a doña Libertad de pensamiento y de expresión. Lo que hace valioso un argumento no es la supuesta neutralidad o irreligiosidad de quien lo esgrime, sino las razones en que se apoya.

Tiene razón el no creyente cuando dice que hablo poco de igualdad. Reconozco que no me gusta doña Igualdad en Todo, porque la igualdad no es la meta, sino solo el punto de partida que nos permite desplegar nuestras naturales y saludables diferencias. La ley no tiene que hacernos iguales, sino tratarnos igual a todos para que todos podamos ser legítimamente diferentes.

Tampoco estoy de acuerdo con él cuando afirma que los no creyentes son la minoría y los creyentes la mayoría. En realidad, hay una mayoría de gente más bien indiferente a estas discusiones nuestras y que evita hablar de política y religión y que no pone, como nosotros, el grito en el cielo si el gobierno de turno restringe la práctica del aborto o lo considera un derecho de la mujer. Las minorías, querido no creyente, somos tú y yo: el creyente y el no creyente que defienden sus creencias. Que los demás disfruten del domingo sin reivindicar que el descanso sea otro día de la semana no los sitúa en el bando de una mayoría católica contraria a tu minoría, sino en el bando de la inercia.

Dice que es el creyente el que tiene que demostrar la existencia de Dios, mientras que el no creyente nada tiene que demostrar. Pero comete, a mi juicio, un error de perspectiva: el  de creer que el no creyente no tiene creencias. Para empezar, el no creyente cree que el universo está aquí porque sí, que el orden del cosmos vino del desorden, la vida de la no vida, la inteligencia de la no inteligencia y, para colmo, da por científica lo que es solo una opinión tan válida y filosófica como la de la larga tradición de pensadores de toda época y lugar que consideran más racional, razonable y probable que el universo tenga una causa no material.

Dice que el creyente ve conspiraciones contra la Iglesia. Pero afirmar, como afirmo, que la moda de los tiempos no es favorable a la opinión de un creyente no es conspiranoia, sino realismo y se puede experimentar en cada momento. Queda uno la mar de bien en una revista si dice que practica el yoga pero no si dice que reza el rosario. Queda de progresista y moderno quien defiende el aborto, el sexo sin amor, la eutanasia, el animalismo, pero queda de retrógrado y ultramontano quien defiende al nasciturus, el sexo con amor y compromiso, la muerte natural y la superioridad del ser humano en dignidad.

Por último, veo entre el no creyente y yo un abismo de pensamiento que creo que se debe a que él tiende a creer que la causa de nuestros problemas es una clase social, un sistema económico, una religión, una cultura, una institución, un partido político, unas costumbres..., mientras que yo creo que la causa de todos los problemas es cada hombre, su libertad para ser bueno o un cabrón. Y, por eso, no propongo medidas políticas destinadas a abolir o cambiar o neutralizar costumbres, clases sociales, roles sexuales, vestimentas, religiones..., sino que solo propongo medidas para castigar de modo real y efectivo la maldad real y efectiva de cada hombre concreto, sea quien sea. En lo demás, viva la libertad.

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