Me encuentro
con una misa de niños que se preparan para la primera comunión. Sus padres no
los acompañan. Los niños visten mal, pero se portan bien. El cura lleva coleta,
canta mucho y gesticula más. Parece curtido en las misiones. Durante toda la
misa nos hace estar sentados. Las catequistas van de acá para allá como pájaros
atendiendo polluelos. En torno al altar, casi como concelebrantes, diez niños,
en el momento de la consagración, tocan diez campanillas.
En las
peticiones el cura pide muchísimo por los presos, para que reciban un trato
humano, para que vayamos a visitarlos e insiste en la idea de que en cada preso
está Cristo mismo. Pide también para que
la policía haga la vista gorda cuando vea por la Feria de Sevilla a los
vendedores ambulantes del barrio ganándose el pan.
En la canasta
de la colecta, todo es óbolo de la viuda, menos un billete de cinco euros que
una mano izquierda ha puesto allí sin que lo sepa la derecha.
Al final, muchos
cantos con muchas palmas y un cumpleaños feliz a una niña llamada Celeste. El
cura la acerca al cirio del altar para que lo apague como si fuera una tarta.
La niña se emociona.
El cura despide
a los niños con una bendición, antes de que se pierdan por esas calles que no
les hablan de Dios.