Tenía yo unos catorce años cuando uno de nuestros compañeros vino a clase con una tirita en la mejilla. Y todos pensaron que se había cortado al afeitarse, porque era uno de los chicos que ya se afeitaba. Al día siguiente vino otro con una tirita en la frente. Y todos pensaron que se había batido en duelo con alguien en la calle, porque era un tipo bastante fuerte y echado para adelante. Y al día siguiente vino un tercero también con una tirita en la barbilla, y como era un tirillas y además no tenía barba, todos se echaron a reír y lo persiguieron para quitarle la tirita y, cuando se la quitaron, tenía la piel tan lisa como un niño. ¡Lo que se rieron del pobre muchacho! Él intentaba salvar su orgullo jurando por todos sus familiares que se había hecho un corte esa mañana, pero su rostro imberbe y liso le quitaba toda la razón. Yo no salí en su defensa, porque aquello me pareció indefendible, pero sí que me dolió lo mucho que se reían de él, y creo recordar que intenté ser amable con él ese día, pero que él no valoró mi gesto, porque no venía de uno de los chicos que con su carisma lo pudieran haber librado de la mofa cada vez más cruenta, sino de alguien que, como yo, también era víctima a veces de ella.