Una persona que me conocía muy bien aseguraba que yo era demasiado sensual. Yo no sé si hay gente más sensual que otra. Lo que sí sé es que a algunos la mucha o la poca sensualidad que tenemos nos ocupa muchas neuronas. Y lo único que me disgusta de eso es que la sensualidad no me prepara, sino todo lo contrario, para el dolor que es también la vida.
Por ejemplo, estaba yo tan feliz tomándome una cerveza con un amigo en la terraza hablando de la impresionante sensación de poder que a uno lo embarga después de correr media hora y, de pronto, pasó un joven en una silla de ruedas que no podía correr para tener esa sensación que considero tan gloriosa. Y me sentí entonces de lo más frívolo. Mi gusto por los placeres no me serviría de nada si de pronto yo tuviera que vivir en una silla de ruedas.
De nadie se dijo como un elogio tras su muerte: Fue muy hábil procurándose placeres. A muchos les importa un rábano lo que se pueda decir de ellos tras su muerte, pero a mí no, porque lo que digan de mí los míos cuando me muera será la verdad.
La verdad es que lo único que me salva de convertirme en un egoísta redomado, lo único que me levanta de la silla donde leo mi libro favorito, lo único que me permite renunciar sin traumas a bañarme desnudo en el mar, lo que me salva de convertirme en un cacho de carne con ojos, es el amor que siento por la gente.