Hace unos diez años, me tocó impartir en tercero de ESO una asignatura sin nota a unos alumnos que no querían estudiar ni ná. Eran catorce chicos y una chica. Un día les dije que les enseñaría a comerse una naranja con cuchillo y tenedor. En mi desesperación, yo les explicaba que, si se comían una naranja como príncipes, se enamorarían de ellos no esas verduleras gritonas que mastican chicle con la boca abierta, sino auténticas princesas, las que en realidad ellos estaban buscando.
Quedamos en que ellos traerían los cubiertos y los platos y yo las naranjas.
Pero al día siguiente, por vergüenza o desidia, ninguno trajo los cubiertos. Solo los trajo la única chica de la clase, E.. Era encantadora y educada, tenía síndrome de Dawn y era la única que me atendía. Le pedí que se viniese conmigo a la mesa del profesor y nos pusimos los dos a cortar cada uno su naranja con cuchillo y tenedor.
Era última hora y hacía hambre y las naranjas eran las mejores del mercado y perfumaron el aula y abrían el apetito. Los chicos nos miraban a E. y a mí con envidia.
-Maestro, ¿nos da una naranja?-me rogaron.
-NO -les dije-, porque no os habéis traído los cubiertos. ¿A que está estupenda, E?
Y ella asentía, contenta de estar haciéndolo bien. Y lo hacía realmente bien. Se comió la naranja con una elegancia principesca que ya quisiera yo para mí, sin soltar ningún chigate, como decimos en Málaga. Mientras que yo no pude evitar que el jugo de la naranja me encharcara el plato, ella dejó el plato limpio como una patena y con las mondas a un lado.
Le puse un diez y ella se puso tan contenta que sacó su diario y lo consignó todo en él con su letra grande y redonda y me pidió que se lo firmara.
Se lo llevó al corazón.
Ah, todavía recuerdo su rostro feliz, inocente, alegre, y se me hace un nudo en la garganta.
Va por ti, E.. mi alumna favorita, niña de mis ojos, que Dios te siga guardando.