Uno de los placeres que descubrí cuando rompí con la nicotina es correr los domingos por la mañana temprano, sin gente, bajo los altos árboles de los jardines de María Luisa, y meterme por todos los emparrados y glorietas, mojar la cabeza en todas las fuentes, espantar a los mirlos con los brazos en alto.
Una vez, me adentré en la espesura y, en la sombra más arbórea, me sale al encuentro, sonriéndome, vestida de blanco pero con una minifalda que era un reclamo, con los carnosos labios pintados de carmín, los pechos generosos, las caderas anchas, las piernas largas, una mujer. Y yo, que llevaba gorra, me descubrí ante ella y proseguí mi camino. Pero me dieron unas ganas tremendas de ponerme a sus pies y decirle:
"Señora, vuestra belleza me ha cautivado y aquí me tenéis a vuestros pies. ¿Queréis que me suba a esa palmera y os traiga unos cocos? ¿Mato a algún dragón? ¿Os traigo del abismo la rosa azul? Vuestros deseos son órdenes" y no porque yo tuviera deseo alguno, sino porque sentí que descubrirme era muy poca cosa para lo mucho que ella, a cambio de un poco de dinero, me daba a mí, un calvo desconocido y sudoroso que podría ser un bruto con ella.
Esa mujer no debía estar allí pasando frío, sino que debía ser tratada como don Quijote trató a la prosti de la venta cuando esta iba a acostarse con el arriero y, equivocándose de cama, se metió en la del ingenioso hidalgo. Este le deja claro a ella que de buena gana se le habría entregado como hombre si no fuera porque su dama era Dulcinea del Toboso. Y lo mejor es que, si se hubiera entregado a ella, desde luego no la habría tratado como a una prosti, sino como a Dulcinea del Toboso.