lunes, 2 de marzo de 2020

Donde el poeta conoció el edén

Recuerdo exactamente una tarde en que se me concedió vivir en mis propias carnes el tópico del locus amoenus. Tendría yo unos dieciséis años, y fue en buena compañía y en la margen de un río que pasaba cerca de Marbella. Yo me tumbaba en la orilla y el agua era lo bastante profunda como para cubrirme el torso pero no la cara y lo bastante fresca como para que resultara un agradable contraste con el aire tibio de la tarde. Sobre mí caían entre pámpanos unos racimos de uva que yo, como un Adán recién hecho, iba comiéndome mientras bizqueaba de gusto. El agua corría a no sé dónde desde no sé dónde, sin saber quién era yo ni ella, pero yo sí que sabía quiénes éramos ella y yo. Recuerdo exactamente que pensé que ese momento no podía ser solo un momento, sino un hito en mi vida, una conjunción astral de todos los elementos cósmicos que yo había tenido la fortuna de disfrutar y que, si por algo tenía sentido hacerse poeta, era para encarecer con las palabras más altas tan alta experiencia. Me he puesto a pensar por qué aquella tarde me sentí tan en mi sitio cósmico, tan bien pagado del universo, tan agradecido y afortunado de ser yo quien era en ese momento y lugar y qué factores contribuyen a que una experiencia tan sumamente sencilla como echarse al agua y comer uvas en un río sea tan sumamente enriquecedora y acuda a mi mente una y otra vez como confirmación constante de que todo está bien hecho, como decía Guillén, y creo que he llegado a la conclusión de que la razón es doble: una digamos inmanente y otra trascendente. La inmanente consiste en que aquella tarde me sentí en armonía con la naturaleza: fui una gemación de ella, el renacuajo que le sale de un charco por generación espontánea: mi cuerpo había emergido de aquellos elementos como el musgo le sale a la piedra… yo era un elemento más del paisaje, una gota de agua en el agua. Y la trascendente fue que algo de mí, algo profundo y sorprendente de mí, precisamente aquella parte que me permitía disfrutar más de todo aquello, no se sentía explicado por todo lo que me rodeaba, sino que se sentía conectado con algo que, como mi yo más profundo, no se veía ni se bebía ni se comía; esa parte de mí no pertenecía a todo aquello, sino a algo más alto y superior y anterior y esa parte de mí era la que no dejaba de dar las gracias a la persona, porque tenía que ser una persona, que me había regalado todo el inconmensurable cosmos y tenía que ser una persona porque solo una persona puede hacer regalos y recibir mi agradecimiento. Yo fui afortunado y dichoso en dos planos: no solo disfruté como un pez en el agua, sino que me sabía bendecido por el creador de todas las aguas y todos los peces que había puesto en el pez no sé qué loco deseo de sacar la cabeza fuera del agua para contemplar las estrellas.

1 comentario:

Dyhego dijo...

Don Epifanio:
todos tenemos algún recuerdo parecido al paraíso.
Al final, el paraíso se encuentra en los lugares más tranquilos y naturales.
25 neutonios.