En la antología de las vivencias seleccionadas en la convocatoria del premio Orola de vivencias del año pasado, me publicaron e ilustraron este texto.
EL ÁNGEL DE ESPAÑA
Nacido de un rayo, cayó sobre los Toros de Guisando. Enseñó a los íberos a cultivar, a los celtas a cantar, a fenicios y griegos a bailar. Montó en los elefantes de Aníbal. Crió los caballos que fascinaron a romanos y árabes. Lloró con los numantinos, con Hermenegildo, Boabdil y Francisco de Aldana y llora aún porque no logró desviar las balas que mataron a Federico. De todas sus misiones fue la más sutil e incomprensible clavar aquel puñalito de plata y luz en el pecho virginal de Teresa.
Apaga incendios y enciende corazones. A ciertos alumnos les sopla al oído las respuestas del examen; al policía inseguro le da bemoles; a la novia triste, belleza; al padre que no llega a fin de mes, la alegría de Eros en su alcoba. Arropa niños y mata sus monstruos y me consta que para el desesperado ordena el nacimiento de una estrella que lo guíe.
Ayer lo vi saltar por las terrazas persiguiendo al demonio de la vulgaridad y herirlo con claveles de hielo y lirios de sol. Sé que era él por su capa negra y su coleta de torero y porque maldecía en lenguas ibéricas plagadas de homerismos.
Le encanta reír con los niños y les asigna los ángeles más fuertes e instruidos y cada noche besa las frentes de sus madres, a quienes rinde toda su pleitesía. Cuando la luna y Venus inauguran la noche, montan guardia sus ángeles desde los campanarios.
Cada primavera invita a sus colegas europeos a echar una carrera desde los pináculos catedralicios de España: la recorren a grandes zancadas y a relámpagos, de torre en torre, sin tener que tocar el suelo. Tiene una talla en la iglesia San José Obrero de Madrid. Los incendiarios del 36 le perdonaron la vida por ser san José un obrero como ellos. Durante la guerra, se hizo experto en desviar balas rojas y azules. Y aún las sigue desviando, vengan de donde vengan.
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