Fernando Orlando Olasagasti, empresario y escritor, convoca cada año un premio literario de vivencias, género que él mismo cultiva, y este año me han concedido a mí el segundo con este breve texto donde la poesía a lo divino salva a un hombre de su soledad, su desgracia y su destierro. Me dieron el premio además el 24 de mayo, día de María Auxiliadora. Le debo muchas mercedes a la Virgen y no sé ya cómo agradecérselo.
La poesía y España son dos cosas que me gustan mucho y en ese texto vienen juntas y, encima, me lo premian. Es una razón más para amar a mi país que en él haya mecenas como Fernando Orlando preocupados por darle razones para la belleza y la esperanza en esta época donde cunden el feísmo y la desilusión. Me alegro de que me hayan elegido a mí para esa tarea. Os dejo, pues, con la vivencia por la que me han premiado (que, por cierto, también la han publicado aquí)
Mecánico de un barco petrolero (dedicado a Arturo Blanco)
En el Dimna, un barco petrolero que bordea las costas de África, se habla inglés, portugués, griego y árabe. Solo Arturo habla español, pero no tiene con quién desde que se embarcó en él para olvidar a España y, en ella, un amor.
Siempre anda en las entrañas del Dimna, con su mono sucio de grasa. Émbolos, poleas, tuercas, cadenas y motores ensordecedores lo cercan en la oscuridad. Y cuando dolor, suciedad y locura pesan sobre él más que todo el Dimna en sus anchas espaldas, se arrodilla y grita hasta la afonía los versos del único libro que encontró en el barco, en la maleta del difunto capitán, que lo sacuden y purifican en español y le ponen pájaros en los hombros y ríos en los ojos.
«Nuestro lecho florido,
de cuevas de leones enlazado…».
Él arregla todas las máquinas del barco, pero a él solo lo arreglan esos versos. Puede fallarle todo, pero no ellos, fluviales, labrados en el mismo idioma con que su madre lo acunaba. Solo ellos lo levantan del suelo y le cincelan el corazón en el yunque de un ángel majestuoso y lo encienden de amor y luz cuando el alma se le pone negra como el carbón que lo ensucia. Ni la fealdad y la oscuridad de todos los Dimnas del mundo pueden con esa «llama de amor viva», esa «cristalina fuente», «las ínsulas extrañas».
Los motores son alemanes, pero qué bien se saben ya esos versos escritos en la lengua materna de Arturo para siempre, porque él los grita a pleno pulmón mucho más alto que ellos:
«¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!…».
Y ellos lo salvan de la locura, la desesperación, la grasa, el carbón, el estruendo.
Y la tripulación se ríe. No ve su catedral de versos transparentes. «Ya está aquí el loco», dicen.
Pero tan solo a él, cuando atardece, le regalan sus saltos los delfines, porque nada es más puro que sus ojos.
3 comentarios:
Un relato precioso, Jesús, muy original; mi enhorabuena.
Un abrazo fuerte.
Gracias, Antonio. Creo que tú y yo habríamos gritado los mismos versos.
Don Epifanio:
siempre hay algo que nos salva de la locura.
25 neutonios mercantes.
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