Las fiestas se organizan para celebrar algo más grande que ellas: un nacimiento, un reencuentro, el descubrimiento de una vacuna o la victoria en el Mundial.
Después de la fiesta quedan los despojos, el confetti pisoteado y pegajoso y la resaca. Pero todo eso da igual, porque ya hay vacuna, trofeo o niño nuevo: lo que motivó la fiesta sobrevive a la fiesta.
Sin embargo, hay fiestas que se organizan sólo por el gusto de la fiesta. La fiesta por la fiesta es además algo muy posmoderno: el arte por el arte, la acción por la acción, el sexo por el sexo... A Dios le han salido muchos sustitutos.
Aunque lo malo de la fiesta por la fiesta es que tras ella sólo quedan resaca y despojos, las fiestas son tan divertidas, que siempre acabamos celebrando una porque sí, sin pensar en el antes o en el después, porque a veces surgen de ahí nuevas amistades, polvos de oro o alguna idea genial. La fiesta está hecha de personas y las personas hacen esas cosas, pero eso es más un mérito de la fiesta que de las personas.
Eros es también una fiesta. El sexo por el sexo es lo bastante interesante como para tenernos engatusados toda una vida, pero no lo bastante pleno como para tenernos contentos. Eros, aun sin amor, siempre es fascinante. Algunos, muy pocos, son señores de ese Eros sin amor y lo utilizan a su antojo, como don Juan o Dalila; y los demás son sus esclavos y descienden a los tugurios por él, pagan por él o se dejan vampirizar y cortar la melena por don Juan y Dalila.
A los que no nacimos para donjuanes ni dalilas, nos conviene ser señores de Eros, no esclavos, y eso sólo es posible si nos hacemos esclavos de alguien más grande que Eros, alguien cuyo nombre está desgastado y desprestigiado: el amor. Follar para amar, no amar para follar. Ésa es la consigna. Así además se folla más y mejor. Sólo así a la fiesta del cuerpo que es Eros le corresponde dignamente una fiesta del corazón y del espíritu. La fiesta de los sentidos se convierte en la fiesta del hombre.
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