Recuerdo incluso el día en que lo tuve. Tendría yo no más de cuatro años. Soñé que yo era un jinete y montaba a caballo y desde una colina contemplaba con aire misterioso mi pueblo, que aparecía transfigurado por esa luz azul misteriosa de los sueños y un poco gris a la luz del alba. Yo me sentía un hombre, regio y solemne, portador de un terrible secreto, aunque el que montaba a caballo era un niño. Guardo ese sueño con una nitidez impresionante, que siempre me deja el regusto de que aquello fue una revelación, una visión, una visita, y no un simple sueño.
Anduve todo el día sumergido en la sensación de ese sueño y, a veces, cuando estoy escribiendo, resurge en mí ese jinete y entonces me salen las mejores páginas.
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