A pesar de mí mismo, que he sido siempre mi mayor problema, yo tuve una infancia feliz. Éramos siete hermanos: seis varones y mi hermana, la mayor, la que aún nos soporta a todos. Vivíamos en un pueblo cercano a la capital, en una casa con cuadra, patio y balcones. En esa casa nací yo, y no en el hospital de la capital como casi todo el mundo. La habitación de los varones era una continua leonera, pero la de mi hermana era un altar de orden y pulcritud que yo admiraba a escondidas, sin atreverme a tocarlo. Quizá por eso, aunque soy tan desordenado, he admirado siempre el orden.
Tener tantos hermanos y tantos amigos y unos padres que nos querían a todos con locura me ha hecho tener una imagen amable del mundo. Siempre he sentido que yo estaba hecho para el amor. No hay recuerdo comparable a los besos de mi madre y no encuentro sensación más plena que aferrarme de niño a las piernas desnudas de mi padre que jugaba conmigo a que era un árbol y yo una ardilla.
2 comentarios:
La infancia de antes era mucho más divertida. Si antes lo habitual eran seis, siete hermanos (mi padre fueron ocho) ahora dos ya es demasiado. Ya no sólo por cuestiones ecónomicas si no ya, simplemente por comodidad.
La gente es cada vez individualista.
Aun así la infancia siempre será divertida. Basta con tener gente que te quiera, aunque uno no tenga tantos hermanos. Pero tienes toda la razón: ahora que mis hermanos y y yo hemos crecido, tengo una afinidad muy grande con ellos, como de compañeros de batalla y de afectos más difíciles de romper que la amistad. Un abrazo
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