Contra ira, paciencia. Ayer precisamente discutí de eso con un compañero de trabajo. Me animaba a ser en las clases un poco más iracundo, para que no se me subieran a las barbas. Pero en mí la iracundia surte unos efectos espantosos. Como no suelo cabrearme, cuando lo hago lo hago sin medida, echo sapos por la boca y esgrimo en las manos sendas teas incendiarias. Por eso casi nunca muestro mi ira, aunque me invada por dentro.
A mí me gusta mucho la ira del justo, el legítimo cabreo de quien no puede más con las injusticias de que se le hace objeto y acaba portándose igual o peor que el malo, como Sansón cuando mató a todos los filisteos derribando las columnas.
Siempre hay que intentar que el iracundo no se salga con la suya. El otro día me salió muy bien. Cierta persona de estilo iracundo, que consigue lo que quiere gritando y atropellando, me exigió de malas maneras algo que yo no tenía por qué darle. Le pregunté con la voz más mansa que pude (sí, confieso mi pecado: lo he leído en un manual de autoayuda, cuando aún tenía la ilusión de que yo podía cambiar): ¿Usted me está pidiendo un favor o me está dando una orden?
Y, claro, me tuvo que pedir el favor.
2 comentarios:
Para mí, la ira es de los pecados más improductivos. Además de ser un pecado y, por tanto, nada beneficioso, además es perjudicial. La ira nos puede llevar a perder la razón, aunque ya la tengamos, o aún más evidente, nos llevamos un mal rato.
Mantener la compostura en momentos de tensión es un don muy, muy escaso.
Me ha gustado eso de que la ira nos hace perder la razón aunque ya la tengamos. Es la mejor definición de ira que se me ocurre.
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