Como tuvo cierto éxito en su día, copio aquí un artículo que me encargó la revista Mercurio, cuando aún era lo que era.
De pifias y best sellers
En cierto mapamundi soviético que he tenido en mis manos, las ciudades más importantes de España son Madrid y Archidona. Se ve que al soviético de turno le encargaron señalar en cada país el nombre de la capital y, si cabía, otro más. Y en cierta enciclopedia griega reciente, traducida del inglés, el lema sobre España asegura que Iglesia y Guardia Civil ejercen un poder omnímodo sobre la población. Ilustra esta idea la foto de una multitudinaria procesión con algún que otro tricornio. Y es que la realidad es tan rica en matices, que el prejuicioso siempre encuentra uno que corrobore sus prejuicios. Uno se pregunta si el autor de ese lema tenía en mente la España real o más bien una nebulosa de inquisidores y poetas asesinados en la Guerra Civil y si podría uno fiarse de lemas como Ghana o Lesotho.
Antes de situar en París un buque con armas atómicas, los escritores normales que nunca hayan pisado Francia indagan primero si el Sena pasa por París y si es o no navegable. Eso como mínimo. Pero otros escritores prefieren, si acaso, las fuentes del mapamundi soviético y la enciclopedia griega. Es el caso de Dan Clown y de Paula Pajarova, que arrasan literalmente las librerías gracias a la siguiente fórmula: sociedad secreta, objeto sagrado y revelación de una conspiración universal.
El Cipo de Archidona de Pajarova se ambienta en este próspero pueblo malagueño. En la plaza consistorial se yergue un tremebundo cipo de piedra, atestiguado, según Pajarova, en el Maritimum de Plinio, que nunca escribió ningún Maritimum. El Cipo mide exactamente lo mismito que los metros cuadrados de la pirámide de Keops dividido por la raíz cuadrada del número de ladrillos del Templo de Salomón multiplicado por el número pi. Vamos, que es un Cipo muy telúrico. En las catacumbas del pueblo, de época inquisitorial, se congregan los Custodios del Cipo, todos albinos y descendientes de Judas y de la mujer de Poncio Pilato por línea directa. Unos agentes del Opus los persiguen, porque los Custodios poseen un manuscrito del mismísimo Cristo explicando que Judas era muy buena gente y que Cristo no era Cristo, sino su cuñado, con lo cual a la Iglesia se le va a desmontar el tinglado.
Los archidoneses le preguntan a la autora de qué Archidona habla y están hartos de explicar a los turistas que allí no hay cipos ni catacumbas y que bastante tuvieron ya con Cela. Pero los turistas siguen creyendo en señora tan documentadísima y leída más que en los archidoneses.
En El código Tartessos y los cruzados mágicos, Pajarova nos remite al mito platónico de la Atlántida, donde, según sus investigaciones, había muchos gatos egipcios. Total, que de ahí deduce que la Atlántida es el Cabo de Gata. La Almería de Pajarova tiene dunas, oasis, simún e incluso nómadas gitanos con alteraciones genéticas un tanto felinas debido a las bombas atómicas de la playa de Palomares. Estos nómadas son, en realidad, los Atlantes y su advenimiento ya se anuncia en un texto sánscrito al que la Pajarova ha tenido acceso. Los Atlantes abducen a Carmen, pasional bailaora descendiente de Zoroastro y guardiana de la reliquia de la Santa Suela que calzó el divino Judas. Y, en unas escenas bastante marcianas, quieren engendrar en ella una raza cruzada de superdotados, pero aquí entran en conflicto con los Custodios. Éstos reaparecen para disputarles la supremacía con todo el poder de su Cipo y, durante unas escaramuzas en el puerto del Guadalquivir a su paso por Jaén, donde por lo visto el Guadalquivir ya es navegable, les arrebatan la reliquia de la Santa Suela y engendran en Carmen la progenie de los cruzados mágicos, que están comenzando a poblar la faz de la tierra sin que nos demos cuenta.
Por el mismo flanco nos ataca Dan Clown con su monumental Las siete gemas. Una orden clandestina de templarios busca por todo el mundo las siete gemas perdidas del santo Grial para instaurar un nuevo orden. En el capítulo 516, ambientado en Granada, los granadinos se jactan aún de haber dado muerte a Lorca, mientras cazan venados en Sierra Nevada, en cuyas cumbres se yergue la Alhambra. Y en el 888, las torres de la Mezquita de Medina Azahara (¿?) se reflejan en las aguas del Guadalquivir, donde los niños juegan a ser Santiago Matamoros. En el 999 los gaditanos salen mejor parados que los sevillanos, pues mientras que éstos se flagelan las espaldas y se mesan las barbas tras la imagen de un crucificado, aquéllos son bisexuales de humor muy fino y tradición liberal. Clown sitúa en una isla sevillana el Rocío y una de las siete gemas en la corona de la Virgen (en realidad, trasunto de la Astarté fenicia). A los pies de ese ídolo el fanatismo acumula toneladas de oro y, para la mentalidad avanzada de Clown, eso contrasta con los arrabales de chabolas donde se hacinan niños harapientos que la policía corrupta asesina mientras las autoridades y la Virgen hacen la vista gorda.
Dan Brown supera con mucho en ventas y trolas a estos dos imaginarios colegas suyos. ¿Quién le ha informado de que el ayuntamiento de Sevilla está en la Plaza de España? ¿A qué Giralda subió él o qué estadística de turistas accidentados ha consultado cuando afirma que subir a la Giralda es literalmente jugarse la vida? ¿En qué hospital español ha visto él que se desangran sin atención médica los pacientes?
Un buen escritor es capaz de gustar a tanta gente como Dan Brown y, encima, ambientar dignamente una obra en un lugar que no conoce, porque suple con buena imaginación y mejor literatura la, hasta hace poco, difícil documentación. Por eso, Shakespeare no puso viquingos en Dinamarca ni Calderón eslavos crueles en Polonia y, aunque la Dinamarca y la Polonia de uno y otro poco tuvieran que ver con las reales, ni daneses ni polacos se sienten insultados, sino honrados con esas recreaciones literarias de sus países. Pero Brown escribe tres líneas acerca del Louvre y mete la pata hasta el corvejón. Así que ni hace recreación literaria ni novela histórica, sino trampa. Desde luego, Schliemann no habría encontrado Troya si Dan Brown hubiese compuesto la Ilíada ni, menos mal, esa Ilíada habría perdurado hasta nosotros, por mucho furor que causara en su época.
El ayuntamiento de Sevilla lo ha querido arreglar todo invitándolo gentilmente a la ciudad para que compruebe que Sevilla no es como él la deforma en su recién llegada Fortaleza digital. Pero Dan Brown asegura haber vivido en Sevilla un año entero que, según veo, no le ha servido de nada, porque las orejeras de sus prejuicios sólo le mostraron lo que él quería ver. Como aquí no amenazamos de muerte a los escritores, podría ser que Dan se dignase volver, pero si del hecho, no sé si real o inventado, de que los policías españoles fuman cínicamente ducados delante del cartel de no fumar dedujo que son corruptos, ahora es capaz de deducir, en cuanto vea la procesión y el botellón, que los españoles, fanáticos y sucios, siguen anclados en un medievalismo de penitencias y carnavales. Hoy es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio, que diría Einstein, porque el prejuicio mezcla verdades y medias mentiras de un modo resultón y perenne.
Desde la Carmen de Mérimée, estamos habituados a los tópicos sobre España, que, como Transilvania, es una zona tenebrosa de la literatura donde todo es posible. Como los tópicos son más molestos que peligrosos, Dan Brown, como mucho, contaminará con ellos a millones de lectores que ya eran carne de contaminación. Pero Dan Brown no sólo topiquea, sino que salpica a medio mundo con unos datos erróneos que, en autor tan leído, son, más que una ofensa a los orgullos patrios, una ofensa a la verdad que él dice poseer. Y cuando, de Westminster a la Giralda, se los corrige la multitud universal de los afectados y, altanero entre sus incondicionales, él replica que lo escrito escrito está y, además, muy bien contrastado, tales errores se convierten en mentiras. Y si, para colmo, tiene veinticinco millones de lectores de esas mentiras que luego el cine amplifica para otros tantos en esta época que, como dice Eco, ha pasado de la religión a la superstición, hay motivos en el mundo entero para asustarse de las consecuencias que nos acarrearían sus mentiras si le diera por decir que en tal sitio devoran a niños crucificados en orgías caníbales y que en tal otro dan caramelos envenenados a los hijos de los inmigrantes, y que todo eso lo sabe él de muy buena tinta.
El acto de comprarse un libro supone en el lector veneración a la autoridad del autor y en el autor veneración a la inteligencia de sus lectores. Hay una buena fe mutua. El lector se fía más de un libro que de los comentarios de un vecino, porque verba volant, pero scripta manent. Si un libro que lee todo el mundo afirma que el Pisuerga no pasa por Valladolid, será porque, en efecto, no pasa. El lector cree que el autor, a la altura de su oficio y de su fama, no está haciendo como ciertas películas americanas que, por exigencias del guión, sacan una escena de una ciudad mejicana donde las mujeres bailan flamenco con poncho y un caracolillo a lo Estrellita Castro en la frente.
Si Brown, Clown y Pajarova escribiesen literatura fantástica, se les podría perdonar ser malos escritores, porque eso no lo pueden evitar, pero como aseguran escribir novela histórica y documental, no se les puede perdonar que mientan, porque eso sí que lo pueden evitar. Con quince minutos más de trabajo, la Pajarova podría haberse enterado de que en Archidona no hay cipos ni catacumbas y podría haber escrito, como tantos autores, un best seller de poca calidad y de mucho prejuicio, pero al menos sin errores ceporros. Pero es que a ella, aunque tenga millones de lectores, le importan un rábano cosas tan insignificantes como la verdad y Archidona.
2 comentarios:
Qué añoranza de aquella Mercurio y qué bueno tu artículo, de entonces y de hoy.
Genial. Sobre esta moda, duradera ya, de literatura a base de códigos y templarios reinterpretados ironiza muy bien Felipe Benítez Reyes, "Mercado de espejismos".
Un abrazo.
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