Yo asistí a clases de yoga con mi amiga Inés Martín durante casi un año. Nuestro profesor era tocayo mío y transmitía una serenidad que yo no conseguiría ni con una sobredosis de valium. Todo él era un parsimonioso árbol. Incluso para recolocarse los testículos después de algún ejercicio con contorsiones, era elegante y ceremonioso. Al final de cada sesión de ejercicios, nos tumbábamos en el tatami y él, con una voz de pájaros orientales, nos invitaba a sentir cada una de las partes de nuestro cuerpo, desde la punta del pie a la coronilla, con una lentitud que al principio me parecía exasperante, pero a la que le acabé tomando el gusto, y tan experto me hice en dejarme hipnotizar por su voz, que al final del repaso mental de mi cuerpo, acababa medio dormido.
Jesús me preguntaba si me tranquilizaban mis clases y yo le decía que sí, pero mis nervios lo desmentían.A mis veinticinco años yo era mucho más nervioso que ahora. Lo que no conseguí con el yoga, lo ha conseguido la edad. Aun así, sigo siendo nervioso. En el instituto de Pilas me llamaban los alumnos el bólido, por la velocidad que yo cogía en los pasillos.
2 comentarios:
Jo, recolocarse los testículos con armonía, vaya una hazaña... Desde luego, hay gente para todo.
Me has dado una idea para otra entrada: cosas que no hay manera elegante de hacer. Un abrazo
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