Cuando yo era más joven de lo que soy ahora, pensaba que la rebeldía era una actitud positiva en sí misma y por eso a veces tendía a solidarizarme con los que protestaban contra lo establecido, contra las convenciones, con los huelguistas y los alternativos. Pero ahora pienso de otro modo. Ahora pienso que la rebeldía es en sí misma una actitud negativa, fea y resentida que sólo está justificada cuando se usa contra lo feo, lo malo y lo resentido. Sólo entonces hay que ser rebelde.
Entre mis absurdas rebeldías estaba la de entender mejor a Caín que a Abel. Abel tocaba el caramillo y charlaba con Yavé mientras sus ovejas comían lo que la Tierra ofrecía sin que él moviese un dedo, mientras que Caín tenía que arañar la Tierra para sacarle un fruto que a veces Yavé se divertía en destrozar con el granizo. Para colmo, las ofrendas de Abel eran muy bien recibidas por Yavé, mientras que las de Caín las miraba con desagrado. Me parecía Dios un padre muy injusto, muy poco igualitario, muy favoritista y aunque nunca llegué a justificar la muerte de Abel a manos de Caín, sentía tanta compasión por Caín, que era el verdugo, como por Abel, que era la víctima.
Pero ahora me doy cuenta de que las ofrendas de Caín no eran recibidas por Yavé no porque Yavé fuera injusto, sino porque Caín se las entregaba de mala gana, blasfemando a dos carrillos, cagándose en los muertos de la Tierra cicatera y en el sudor de su frente, mientras que Abel acudía al altar con el corazón alegre y agradecido. En ese episodio del Génesis ya se ve que la igualdad total entre los hombres es imposible. En cualquier sociedad unos tienen que dedicarse al ganado y otros a la agricultura y lo importante no es tener los bienes del otro, sino ser feliz y bueno con los que te han tocado en suerte. Como padre, yo también miraría con mejores ojos las ofrendas de un hijo feliz que las de un hijo resentido y envidioso, aunque el feliz esté montado en el euro, y la solución no sería cambiarles los papeles, sino que el envidioso deje de serlo.
La historia de Caín y Abel nos enseña que siempre habrá desigualdades inevitables y que inevitablemente esas desigualdades provocarán guerras, revoluciones y crímenes.
Entre mis absurdas rebeldías estaba la de entender mejor a Caín que a Abel. Abel tocaba el caramillo y charlaba con Yavé mientras sus ovejas comían lo que la Tierra ofrecía sin que él moviese un dedo, mientras que Caín tenía que arañar la Tierra para sacarle un fruto que a veces Yavé se divertía en destrozar con el granizo. Para colmo, las ofrendas de Abel eran muy bien recibidas por Yavé, mientras que las de Caín las miraba con desagrado. Me parecía Dios un padre muy injusto, muy poco igualitario, muy favoritista y aunque nunca llegué a justificar la muerte de Abel a manos de Caín, sentía tanta compasión por Caín, que era el verdugo, como por Abel, que era la víctima.
Pero ahora me doy cuenta de que las ofrendas de Caín no eran recibidas por Yavé no porque Yavé fuera injusto, sino porque Caín se las entregaba de mala gana, blasfemando a dos carrillos, cagándose en los muertos de la Tierra cicatera y en el sudor de su frente, mientras que Abel acudía al altar con el corazón alegre y agradecido. En ese episodio del Génesis ya se ve que la igualdad total entre los hombres es imposible. En cualquier sociedad unos tienen que dedicarse al ganado y otros a la agricultura y lo importante no es tener los bienes del otro, sino ser feliz y bueno con los que te han tocado en suerte. Como padre, yo también miraría con mejores ojos las ofrendas de un hijo feliz que las de un hijo resentido y envidioso, aunque el feliz esté montado en el euro, y la solución no sería cambiarles los papeles, sino que el envidioso deje de serlo.
La historia de Caín y Abel nos enseña que siempre habrá desigualdades inevitables y que inevitablemente esas desigualdades provocarán guerras, revoluciones y crímenes.
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